De primera impresión, parece más fácil contar nuestros problemas a un desconocido que no tiene conexión con nuestra vida. No vamos a cruzarnos con él en el trabajo, ni en la universidad, ni en reuniones familiares. No tendremos que enfrentarnos al juicio o la compasión de alguien que volveremos a ver. Sin embargo, la realidad es que tampoco es fácil.
¿Por qué es tan complicado compartir nuestros problemas, incluso con alguien que no conocemos?
Parte de la dificultad está en que, al hablar, no solo le contamos a otro lo que nos pasa: también nos escuchamos a nosotros mismos. Y eso, aunque no lo parezca, marca una gran diferencia.
En terapia, hay momentos que podríamos llamar “reveladores”, en los que decimos algo sin querer o cometemos un desliz que nos deja en evidencia. Algo que manteníamos oculto se ilumina. Solemos pensar «¡No quería decir eso! Me equivoqué», restándole importancia. Pero lo cierto es que cuando hablamos, decimos más de lo que creemos.
Un ejemplo:
Alberto lleva 15 años casado. En sesión de terapia, se queja a menudo de la monotonía, aunque insiste en que ama a su pareja y es devoto de sus hijos. Sin embargo, un día, en medio de lágrimas, se le escapa: «Ojalá fuera fácil volver a empezar… pero ¿cómo empieza alguien cuando ya ha construido una vida?».
Sin darse cuenta, Alberto había expresado algo que llevaba mucho tiempo sintiendo pero no reconocía: que su vida ya no le satisfacía como antes. Esa frase, una vez dicha, ya no podía ignorarla. Sabía algo que antes estaba en la sombra.
Ahora, aunque vuelva a casa y actúe como si nada, la semilla de esa verdad está plantada. Tiene dos opciones: enfrentarse a ello o seguir negándolo. Pero, en cualquier caso, algo ha cambiado. Hay un antes y un después.
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(*) Ilustración: Brian Rea The New York Times