El síndrome de Peter Pan, el del Nido Vacío, el del Emperador, el de Cenicienta, el post vacacional, el de la Abeja Reina… si nos dedicamos a buscar encontraremos una gran cantidad de supuestos “trastornos” que invaden nuestras vidas y pretenden uniformar experiencias absolutamente personales.
Cada uno de estos síndromes (o conjunto de síntomas) es un listado de etiquetas que se aplican a quien se dice que los padece: que si el de Peter Pan es del “eterno niño” que si el de la Abeja Reina es el de la mujer competitiva con otras mujeres o el post vacacional el retornar a la rutina laboral y así hasta conformar una imagen tópica y rígida de situaciones de la vida que son complejas y sobre todo vividas por cada persona de manera absolutamente individual.
¿Son enfermedades?
Hay dos aspectos importantes de aclarar en este uso absurdo de “Síndromes”. Uno es el de que tácitamente convierten en enfermedades a experiencias más o menos duras o difíciles pero propias de la vida. El Síndrome del Nido vacío por ejemplo, definido como la sensación de abatimiento y soledad que viven los padres (aunque suele atribuírsele más a las madres) cuando los hijos se independizan y se van de casa. ¿No es esperable que un cambio tan importante en la vida de una pareja se viva con tristeza ya que se trata de una pérdida? el del Emperador que se aplica al niño que desafía y tiraniza a sus padres, como si se tratara de un mal carácter congénito del niño o la culpa de unos padres indiferentes, ignorando que estamos frente a las complejidades propias de las relaciones entre padres e hijos que habrá que descubrir y comprender o el de Peter Pan que se refiere a la enorme dificultad y parálisis angustiosa que viven algunos varones al verse frente a las exigencias de una vida adulta y así con todos.
El trasfondo de esta patologización de las experiencias dolorosas de la vida flota en el sentido común imperante en nuestros días que considera que todo lo que no es optimismo, buen rollo y psicología “positiva” hay que colocarlo en el cesto de lo patológico. Vivir nos coloca inevitablemente ante situaciones que generan sufrimiento, más o menos intenso y huir de ellas o taparlas con el nombre de un síndrome es asumir que podremos evitarlas.
Recuerdo el comentario de una amiga que atravesaba por momentos oscuros en un tratamiento de quimioterapia: “Todo el mundo me llama a darme ánimos y a decirme que tengo que ser positiva, que no debo dejarme abatir porque si no la enfermedad me va a ganar la partida. Me invitan a salir y me sugieren que no me quede en casa y yo no quiero salir … sólo quiero que me dejen en paz, estoy agotada y sólo busco tranquilidad y silencio”
Otra de las “ventajas” de diagnosticar como enfermedad al dolor psíquico es que evitan tener que pensar y comprender cómo nos concierne la experiencia (“¿Qué tengo yo que ver en esto que estoy viviendo?”) de qué modo estamos involucrados o participamos en ellas y lo que cada una de ellas tiene de absolutamente personal. No hay dos respuestas iguales ante la independencia de los hijos y cada Peter Pan, es único en su angustia y evasión lo mismo que cada Abeja Reina o niño “Emperador”
Asignar a otro o asignarse un síndrome (“El es así, un Peter Pan ¿qué me queda?”) es un atajo o un velo tras el cual escondemos todo lo que implica la experiencia.
No es este un llamado a la resignación, ni al aguante o el pasotismo, todo lo contrario, es una propuesta para abordar las ineludibles experiencias dolorosas y difíciles que trae consigo la vida y su consiguiente “dolor de existir” es dales un lugar con la perspectiva de que al acercarnos a ellas podremos hacerlas más llevaderas y menos paralizantes.