Mauro enmudeció, la seguridad de Cecilia y su mirada lo tomaron por sorpresa dejándolo paralizado.
-No es lo que piensas- le dijo
– ¿Qué pienso? Preguntó ella
– Eh… que.. eh… que alguien más ha estado aquí.
Pero él insistió, decía no saber, que quizás había sido él mismo quien cargó el lavavajillas, que qué más daba.
Pero Cecilia no estaba preguntando por platos. Estaba preguntando qué lugar tenía ella en la vida de Mauro, en su deseo, en su proyecto de vida, en sus prioridades reales.
Y la respuesta, aunque él no la dijera, ella ya la intuía. No en el sentido práctico —sabía que Mauro seguía siendo su marido, que vivían juntos, que compartían una hija—, sino en el sentido más íntimo y difícil de definir: Porque no es lo mismo estar en la agenda de alguien que estar en su mundo interno. Y en ese momento, al ver los platos perfectamente dispuestos —dobles, simétricos, ajenos— algo se quebró. Ya no se trataba de lo que él había hecho o no había hecho, sino de lo que ella ya no sentía: pertenencia, seguridad, confianza.
Mauro podía seguir diciéndole que la quería, pero ella ya no sabía si eso era verdad o solo una forma de sostener la imagen de una familia feliz.
Para él fue también un terremoto, aunque insistía en que ella exageraba, que sacaba de quicio las cosas, sabía que esa doble vida que arrastraba hace tantos años había comenzado a desmoronarse.
Cuando Cecilia lo miró esa noche y le preguntó dos veces quién había cargado el lavavajillas, Mauro supo que algo se había movido, algo que los obligaría a mirar con otros ojos lo que habían construido.
Ese viaje, que empezó como una luna de miel, se convirtió en un silencio insoportable. Las cenas fueron más cortas, las charlas más tensas. Y al despedirse el domingo por la noche ambos sabían que nada sería igual.